Un desequilibrio respetable.
Llevo ya veintisiete años viviendo en Copiapó. Mi experiencia de vida ha
sido de habitar varios lugares con diferentes climas, pero ya me habitué a este
clima desértico de mucho calor, frío en las noches y de pocas lluvias. Por lo general se podía esperar una buena
lluvia cada cinco años. De esas lluvias cortas, intensas, que dejaban una buena
embarrada con verdaderas riadas que corrían por las calles empinadas de los
cerros, cubrían completamente las calles céntricas inundando casas con techos
planos no preparados y niveles de acceso muy bajos que permitían con facilidad
que el agua se hiciera parte de los interiores.
Esta tierra yerma, mezquina y poco absorbente que provoca grandes desbordes
era componente habitual de estos episodios.
Sin embargo, y como una muestra de que aún hay esperanzas ante tanto
daño que le hacemos a nuestro planeta, a los pocos meses de estas lluvias que
tanto daño provocan, aparece la vida en todo su esplendor con mosaicos de
flores que alfombran el desierto de colores que nos maravillan. Es vida que
estaba escondida, guardada en las entrañas de la tierra, que ha soportado
tiempos malos por largo tiempo pero que con una certeza increíble aprovecha estos
pequeños san juanes para demostrar que está y seguirá latente quizás por
siempre.
Eso es lo que nos imaginamos en marzo de 2015. Se anunció lluvia en la
cordillera. Estoy de turno en el Hospital de Copiapó y la única diferencia que
se ha notado son los truenos y relámpagos que se ven y escuchan lejos en la
cordillera. Todo va normal hasta aproximadamente las siete de la tarde:
-
Doctorcito,
dijeron en la radio que se desbordó la quebrada de Paipote - Me dice una
auxiliar con cierta inquietud.
Todos los presentes estábamos muy confiados de que si llovía nos mojaríamos
un poco y como en otras ocasiones habría cortes de luz, gente afectada y frío
como principales manifestaciones del momento. Más tarde me avisan de que el
problema es serio y que se están inundando rápidamente las calles. Salgo a
mirar y lo único raro es que casi no se ve gente en la calle. Vuelvo a interior
del Hospital y en cosa de minutos un enfermero me llama diciendo que avisaron
los carabineros que hay que prepararse porque viene el agua. Vuelvo a mirar a la calle y no puedo creer lo
que veo. Una ola pequeña de agua lodosa
se acerca y con estupor vemos que va aumentado, accede rápidamente al patio
central del hospital y amenaza con invadirlo todo.
Ante lo que parece ser desastroso llamo rápidamente al director que está en
su casa y al Comité de Emergencia: se viene un problema mayor.
El agua sube en el patio. La poca gente de servicios que está en ese
momento trato de organizarla para conseguir sacos de arena y proteger puertas
del ingreso del agua. Mi mayor preocupación en ese momento son los
ascensores. No hay suficientes sacos. No
estábamos en los absoluto preparados y el agua lo invade todo. Una matrona con
un bebé en brazos corre hacia los ascensores que aún están funcionando. Otra
con una incubadora ocupada corre intentando subir al tercer piso. Luego escucho
que el jefe de neonatología ordenó evacuar todos los niños y subirlos a pisos
superiores ante el desastre.
El agua sigue subiendo y ahora es un lodazal amenazante que apenas se
contiene en las puertas, se ve por las ventanas y ha comenzado a vencer esas
débiles e improvisadas defensas llegando a los pasillos y cayendo por las
escaleras hacia los dos subterráneos. Los ascensores colapsan y estamos a
merced de este monstruo que es imposible de contener.
Con mucho esfuerzo el personal de pabellón ha sacado materiales y máquinas
hacia lo que parece estar algo más alto que es la atención externa de los
policlínicos. La urgencia, también en
primer piso, llena de enfermos, debe ser llevada rápidamente a este local
discretamente más alto.
En cosa de minutos este lodazal lo ha invadido todo. Hay zonas con veinte
centímetros de agua y aún no sabemos cuando se va a detener. De seguir la
inundación el colapso será total. Más tarde no damos cuenta de que a pesar de
que en la calle el río de lodo, piedras y desechos se ve descomunal e impresionantemente
fiero, en el hospital el agua no ha ido aumentando y se ha estabilizado dejando
algunas áreas libres donde nos cobijamos y mantenemos a lo menos a los
pacientes de urgencia. Neonatología y la mater alcanzaron a arrancar a los
pisos superiores.
En ese estado recibimos una noticia que nos deja estuporosos. El agua ha
invadido los grupos electrógenos y si la electricidad se corta solo podremos
contar con las baterías de los ventiladores que mantienen a varios niños. Si
eso ocurre el colapso incluirá muertes de pequeños. Es preciso apurar la ayuda
y que el gobierno mande ayuda mayor.
Tras ello se recibe informe de que se están preparando aviones de la FACH
que viene a buscar a esos pequeños. Pero poder sacarlos hasta el aeropuerto es
una verdadera odisea. Las ambulancias parecen sucumbir ante la fuerza del
torrente que lleva una fuerza tal que hace temer que pueda voltear esos
vehículos. Con mucho esfuerzo y audacia
los choferes logran hacer varios viajes y los pequeños llegan a resguardo. Nos enteramos después de que no verían a sus madres
hasta meses más tarde.
Con los niños a salvo respiramos tranquilos. Pasamos el resto de la noche
organizando lo que queda y nos sentimos como heridos de una guerra no declarada,
contra la que no tuvimos ningún a oportunidad de prepararnos.
El día siguiente nos despertamos como después de haber perdido una batalla
por paliza, pero es como todos los días habituales en nuestra ciudad. Un sol
esplendoroso, no hay nubes en el cielo y la temperatura es agradable. Tanto en
el interior como fuera del hospital el espectáculo es desolador. Al recinto lo
rodean montículos de lodo que impiden caminar y comienzan a llegar máquinas de
la municipalidad para liberarnos de nuestro encierro. En el interior el primer
piso esta copado por medio metro de fango y agua. Por suerte el agua no alcanzó
a llegar a la zona de policlínicos donde nos parapetamos con los enfermos de la
urgencia.
Lo que sigue son largos meses de comenzar una limpieza agobiadora, de
alimentar a nuestros enfermos hospitalizados con comida de campaña que se
cocinaba en otras instituciones , de tener que enviar a nuestros cirujanos a
operar al hospital de Vallenar y a la Clínica Atacama, de atender partos en
salas de policlínicos, de subir a nuestros pacientes en camilla en andas con
soldados conscriptos por las escaleras, de sacar el lodo que rellenó los dos
subterráneos , de reparar los ascensores y de reponer nuestro pabellón que quedó
destrozado. Recién tras casi seis meses nuestro hospital se pudo ver como suele
verse un centro asistencial.
Buena aventura. Ahora, en el cuarto cumpleaños
de lo relatado, estamos todos atentos a diario de los informes meteorológicos,
pendientes de cualquier atisbo de ruidos como truenos en la cordillera y
esperando con temor cuándo nuevamente la Tierra dirá: Ya niñitos este lecho de río es mío y se los presté por un ratito, pero
lo necesito de nuevo, permiso…
Dr. Jaime Emmer Reyes
Cirujano
Hospital de Copiapó.
Copiapó, 27 de marzo
2019.