domingo, 28 de junio de 2020

Vida de un Liceano en Copiapo

Un desequilibrio respetable.

 

 

Llevo ya veintisiete años viviendo en Copiapó. Mi experiencia de vida ha sido de habitar varios lugares con diferentes climas, pero ya me habitué a este clima desértico de mucho calor, frío en las noches y de pocas lluvias.  Por lo general se podía esperar una buena lluvia cada cinco años. De esas lluvias cortas, intensas, que dejaban una buena embarrada con verdaderas riadas que corrían por las calles empinadas de los cerros, cubrían completamente las calles céntricas inundando casas con techos planos no preparados y niveles de acceso muy bajos que permitían con facilidad que el agua se hiciera parte de los interiores.

 

Esta tierra yerma, mezquina y poco absorbente que provoca grandes desbordes era componente habitual de estos episodios.  Sin embargo, y como una muestra de que aún hay esperanzas ante tanto daño que le hacemos a nuestro planeta, a los pocos meses de estas lluvias que tanto daño provocan, aparece la vida en todo su esplendor con mosaicos de flores que alfombran el desierto de colores que nos maravillan. Es vida que estaba escondida, guardada en las entrañas de la tierra, que ha soportado tiempos malos por largo tiempo pero que con una certeza increíble aprovecha estos pequeños san juanes para demostrar que está y seguirá latente quizás por siempre.

 

Eso es lo que nos imaginamos en marzo de 2015. Se anunció lluvia en la cordillera. Estoy de turno en el Hospital de Copiapó y la única diferencia que se ha notado son los truenos y relámpagos que se ven y escuchan lejos en la cordillera. Todo va normal hasta aproximadamente las siete de la tarde:

 

-          Doctorcito, dijeron en la radio que se desbordó la quebrada de Paipote - Me dice una auxiliar con cierta inquietud. 

 

Todos los presentes estábamos muy confiados de que si llovía nos mojaríamos un poco y como en otras ocasiones habría cortes de luz, gente afectada y frío como principales manifestaciones del momento. Más tarde me avisan de que el problema es serio y que se están inundando rápidamente las calles. Salgo a mirar y lo único raro es que casi no se ve gente en la calle. Vuelvo a interior del Hospital y en cosa de minutos un enfermero me llama diciendo que avisaron los carabineros que hay que prepararse porque viene el agua.  Vuelvo a mirar a la calle y no puedo creer lo que veo.  Una ola pequeña de agua lodosa se acerca y con estupor vemos que va aumentado, accede rápidamente al patio central del hospital y amenaza con invadirlo todo.

 

Ante lo que parece ser desastroso llamo rápidamente al director que está en su casa y al Comité de Emergencia: se viene un problema mayor.

 

El agua sube en el patio. La poca gente de servicios que está en ese momento trato de organizarla para conseguir sacos de arena y proteger puertas del ingreso del agua. Mi mayor preocupación en ese momento son los ascensores.  No hay suficientes sacos. No estábamos en los absoluto preparados y el agua lo invade todo. Una matrona con un bebé en brazos corre hacia los ascensores que aún están funcionando. Otra con una incubadora ocupada corre intentando subir al tercer piso. Luego escucho que el jefe de neonatología ordenó evacuar todos los niños y subirlos a pisos superiores ante el desastre.

 

El agua sigue subiendo y ahora es un lodazal amenazante que apenas se contiene en las puertas, se ve por las ventanas y ha comenzado a vencer esas débiles e improvisadas defensas llegando a los pasillos y cayendo por las escaleras hacia los dos subterráneos. Los ascensores colapsan y estamos a merced de este monstruo que es imposible de contener.

Con mucho esfuerzo el personal de pabellón ha sacado materiales y máquinas hacia lo que parece estar algo más alto que es la atención externa de los policlínicos.  La urgencia, también en primer piso, llena de enfermos, debe ser llevada rápidamente a este local discretamente más alto.

 

En cosa de minutos este lodazal lo ha invadido todo. Hay zonas con veinte centímetros de agua y aún no sabemos cuando se va a detener. De seguir la inundación el colapso será total. Más tarde no damos cuenta de que a pesar de que en la calle el río de lodo, piedras y desechos se ve descomunal e impresionantemente fiero, en el hospital el agua no ha ido aumentando y se ha estabilizado dejando algunas áreas libres donde nos cobijamos y mantenemos a lo menos a los pacientes de urgencia. Neonatología y la mater alcanzaron a arrancar a los pisos superiores.

En ese estado recibimos una noticia que nos deja estuporosos. El agua ha invadido los grupos electrógenos y si la electricidad se corta solo podremos contar con las baterías de los ventiladores que mantienen a varios niños. Si eso ocurre el colapso incluirá muertes de pequeños. Es preciso apurar la ayuda y que el gobierno mande ayuda mayor.

Tras ello se recibe informe de que se están preparando aviones de la FACH que viene a buscar a esos pequeños. Pero poder sacarlos hasta el aeropuerto es una verdadera odisea. Las ambulancias parecen sucumbir ante la fuerza del torrente que lleva una fuerza tal que hace temer que pueda voltear esos vehículos.  Con mucho esfuerzo y audacia los choferes logran hacer varios viajes y los pequeños llegan a resguardo.  Nos enteramos después de que no verían a sus madres hasta meses más tarde.

Con los niños a salvo respiramos tranquilos. Pasamos el resto de la noche organizando lo que queda y nos sentimos como heridos de una guerra no declarada, contra la que no tuvimos ningún a oportunidad de prepararnos.

 

El día siguiente nos despertamos como después de haber perdido una batalla por paliza, pero es como todos los días habituales en nuestra ciudad. Un sol esplendoroso, no hay nubes en el cielo y la temperatura es agradable. Tanto en el interior como fuera del hospital el espectáculo es desolador. Al recinto lo rodean montículos de lodo que impiden caminar y comienzan a llegar máquinas de la municipalidad para liberarnos de nuestro encierro. En el interior el primer piso esta copado por medio metro de fango y agua. Por suerte el agua no alcanzó a llegar a la zona de policlínicos donde nos parapetamos con los enfermos de la urgencia.

 

Lo que sigue son largos meses de comenzar una limpieza agobiadora, de alimentar a nuestros enfermos hospitalizados con comida de campaña que se cocinaba en otras instituciones , de tener que enviar a nuestros cirujanos a operar al hospital de Vallenar y a la Clínica Atacama, de atender partos en salas de policlínicos, de subir a nuestros pacientes en camilla en andas con soldados conscriptos por las escaleras, de sacar el lodo que rellenó los dos subterráneos , de reparar los ascensores y  de reponer nuestro pabellón que quedó destrozado. Recién tras casi seis meses nuestro hospital se pudo ver como suele verse un centro asistencial.

 

Buena aventura.  Ahora, en el cuarto cumpleaños de lo relatado, estamos todos atentos a diario de los informes meteorológicos, pendientes de cualquier atisbo de ruidos como truenos en la cordillera y esperando con temor cuándo nuevamente la Tierra dirá: Ya niñitos este lecho de río es mío y se los presté por un ratito, pero lo necesito de nuevo, permiso…

 

 

 

                                                Dr. Jaime Emmer Reyes

                                                              Cirujano

                                                    Hospital de Copiapó.

 

 

Copiapó, 27 de marzo 2019.


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